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La micro historia que te voy a contar ocurrió hace cientos de años. Esta bella historia se ha ido transmitiendo en nuestra familia generación tras generación, hasta tal punto que creo que se ha implantado en nuestra memoria genética y ha pasado a formar parte de nuestro ADN.

La historia ocurrió, aproximadamente sobre el 1697, en aquella época España estaba de luto por la muerte de la reina madre Mariana de Austria, la mamá de Carlos II “el hechizado”, año en el que también Barcelona estaba siendo invadida por los franceses…y más historias varias.

Pero en un pueblo de Extremadura, extraños a la realidad general del País, los aldeanos de aquel lugar se dedicaban a sus quehaceres diarios. Quehaceres que se componían de cuidar a sus animales, trabajar las tierras, la artesanía, la cosecha del aceite de oliva herencia de los fenicios, pero sin duda a lo que más se dedicaban en esa humilde aldea era al sublime regalo de vivir.

Ajenos a toda realidad, la vida amanecía y atardecía sin ninguna preocupación. Y ese día por la tarde, de agosto, en el que el calor del verano daba un respiro con unas cuantas nubes despistadas, nuestro protagonista de la historia acababa de terminar su jornada de labores en el campo y se dirigía a su casa.

Iba tranquilo, cansado y sonriente por la “hera”, lo que conocemos comúnmente como sendero. A su paso se iba encontrando con sus diferentes vecinos con los que compartía alguna anécdota de la jornada. Pero uno de esos vecinos cambió sin él saberlo la historia de todo nuestro linaje al regalarle un racimo de uvas a nuestro protagonista.

—Toma, come, verás que ricas están— dijo el vecino.

Muy agradecido, por ese racimo de uvas de color púrpura recién lavadas tan frescas y jugosas que desprendían un perfume a tierra, a verde y a hogar que dada una tentación abismosa comérselas todas, se comió un par de uvas que le supieron a gloria y dijo —¡Qué ricas están!, se las voy a guardar a mi mujer que le van a encantar— luego las metió en su zurrón y continuó su camino a casa.

Al llegar a casa, lo primero que hizo fue darle un beso a su mujer y darle el racimo de uvas, —mira que regalo más rico te traigo—

—Gracias querido—dijo ella.

Nuestro protagonista le dio otro beso y dijo —voy a asearme que ha sido un día duro—.

La mujer se comió otro par de uvas y pensó —estás uvas están exquisitas, a mi hijo le encantarán— las puso en un cuenco de madera y fue a buscar a su hijo que en ese momento se encontraba bajo un algarrobo que tenían en el patio observando el movimiento de las hojas, —mira hijo lo que tengo para ti—dijo la madre ofreciéndole el cuenco.

—¡Qué ricas madre!, muchas gracias— dijo con la boca llena.

La madre se alejó contenta al ver la sonrisa de su hijo.

El hijo a la cuarta uva dijo, —estas uvas están buenísimas, seguro que a mi padre que lleva todo el día trabajando le encantará comerse este racimo de uvas—

Se levantó de un salto y fue a buscar a su padre que por la posición del sol sabía que tenía que estar en el pozo refrescándose de su larga jornada.

—Hola padre, ¿qué tal tu día?, mira lo que te traigo, seguro que esto te hará reponer las fuerzas— dijo su hijo todo complacido.

Nuestro protagonista al ver el cuenco con el racimo de uvas, no pudo aguantar la emoción al darse cuenta de la familia tan maravillosa que tenía…

Y esta es la historia que se ha ido contando en mi familia generación tras generación, se ha arraigado tan adentro en nuestra esencia que nos ha hecho que disfrutemos más compartiendo nuestro regalo que con el propio regalo en si…porque al final el regalo perfecto se encuentra en las sensaciones compartidas.

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