Que ganas de salir de este gran islote en forma de continente lleno de recuerdos congelados.
Mi tiempo aquí ha terminado. Ya tengo cargadas todas las semillas en el hidroavión y a mi cactus pegado con cinta americana encima del cuadro de mandos. Comida y café para un par de semanas. Y el asiento del copiloto vacío, no sé por qué extraña razón Sofía ha decidido quedarse aquí. Me confiesa que tiene la intuición de que su labor en este lugar gélido no ha terminado. He intentado convencerla de lo contrario pero que voy a decirle yo que ella ya no sepa, me saca unas cuantas vidas de ventaja. Los días aquí mientras preparaba la aeronave han sido muy constructivos, cada instante cerca de esta mujer te ensancha el corazón y el alma. Te hace tener los pies en la tierra, hasta tal punto que hace parecer que tienes cuatro en vez de dos. Esto me recuerda un libro que leí hace muchos años de Elizabeth Gilbert.
No tengo mucho que contar de estos últimos días, la tormenta ha dejado grandes destrozos que gracias al universo no han afectado ni al hangar ni a nuestro refugio improvisado en la cocina. Tengo infinitas ganas de salir volando de este inerte continente. Agradeceré el resto de mi vida todo lo que he aprendido aquí. El precio ha sido alto. Llegué siendo un loco joven soñador y me voy transformado en un sabio humano consciente en una búsqueda constante de un amor real, de esos que no salen en las películas.
He realizado varias pruebas de vuelo para familiarizarme con el avión, por suerte los rusos tenían varios aviones y vehículos en el hangar y he podido abastecerme de combustible suficiente. Mi único gran temor ahora mismo es no saber si la nave tendrá autonomía suficiente para cruzar a Tierra de Fuego del tirón, por lo que a lo mejor tendría que amerizar en mitad del océano, y teniendo en cuenta que los depósitos están en las alas, estoy buscando la solución para poder llegar a la parte superior del ala para llenarlos sin ocasionar daños en la estructura. Ya veré que autonomía tiene el avión. Y no menciono que voy a sobrevolar el océano más salvaje que existe en el planeta en estos tiempos.
Salgo en breves minutos. A Sofía y a mí no nos gustan las despedidas. Insiste en que no permita que mi mente otorgue mucha importancia a los recuerdos y a las suposiciones relacionadas con el futuro. Después de todos estos días conviviendo con Sofía he empezado a darme cuenta que lo único realmente importante es el momento presente, y en que ya no somos lo que éramos ayer ni tampoco somos lo que seremos mañana. Me ha devuelto a la realidad, realidad que francamente no me gusta en este momento, pero que me prepara para ser unánime con todo lo que está por venir. Le agradezco tanto a esta mujer, me ha salvado la vida, ha salvado parte del futuro de la humanidad y me ha hecho gigante. Esta mujer es como una diosa. Me rompe el alma dejarla aquí en esta tierra carente de sentido, al menos para mí.
Nos damos un abrazo con la esperanza de volver a vernos, en esta vida o en la otra.
—Si eres capaz de amarte incondicionalmente, tendrás el poder de amar al mundo entero, no lo olvides. —Estas fueron sus últimas palabras antes de que yo me metiera en la cabina del hidroavión y cerrase la puerta. —
Sonrío. No dije nada, he aprendido que los silencios dicen mucho más de lo que podemos llegar a imaginar.
Arranco motor, mientras espero que el motor se caliente realizo las comprobaciones correspondientes: nivel de aceite, Ok; nivel de combustible, Ok; comprobando encendidos, Ok; flaps, Ok; mandos libres, Ok; ajustando el altímetro a 3252 metros sobre el nivel del mar, (la base Vostok se encuentra a esta altura), Hecho; el compás y GPS no funcionan por culpa del incidente, osea que debo guiarme por mi intuición, el Sol y las estrellas; temperatura del aceite, Ok; y temperatura del motor, óptima para despegar.
Pulso un poco de gas y lentamente me dirijo a la pista de despegue. El tiempo es favorable. A Sofía la he perdido de vista, hace demasiado frío como para alargar más esta despedida. Estoy en pista, preparado para despegar, últimas comprobaciones, motor a fondo, me deslizo por la pista y a una velocidad de 110km/h la pequeña nave empieza a despegarse del hielo. Alcanzo una altura de 500 pies y sobrevuelo por última vez la base en forma de despedida definitiva.
Son las cinco de la madrugada cuando veo por última vez desde el aire la base rusa, será un día muy largo de cincuenta horas, tengo que cubrir la distancia de 5174 kilómetros hasta Cabo de Hornos, a una velocidad media de 140km/h, esa es la velocidad de crucero de la nave. No puedo parar a dormir porque tener el hidroavión a la intemperie puede dañarlo gravemente. Realizaré varias paradas en la Antártida para repostar, he calculado tres paradas y la última parada será en la isla de King George, esa espero que sea la última vez que pise suelo Antártico. No he pensado todavía como me las apañaré para repostar cuando esté en el océano, la verdad, espero que no sea necesario.
El panorama desde aquí arriba es como sacado de una película de ciencia ficción. El blanco de la nieve es cegador, aunque llevo gafas de sol y gorra, el resplandor me provoca mareos y dolor de cabeza.
Horas después, veo el lugar perfecto para la primera parada, hago una vuelta de reconocimiento y aterrizo. Como una picadura de serpiente, se me ha inyectado en la mente unas sensaciones de malestar sobre este lugar, he cogido manía a este desolador continente. No entiendo muy bien porque. Acompañado de una soledad abrumadora, aprovecho para estirar las piernas, dejar que el motor descanse un poco y comprobar que toda la mecánica y la estructura están correctamente. El silencio es tan profundo que un zumbido hueco me vibra los tímpanos. Intento cantar una canción para romper esta monotonía silenciosa. No alargo más el momento y me pongo en marcha otra vez.
Las siguientes paradas transcurren sin incidentes. Sobrevuelo cerca de la costa, la verdad que el paisaje es mágico. Continúo sin observar ningún resto de vida. Pasadas unas horas veo la isla donde realizaré mi última parada, ya es de noche cuando tengo que aterrizar. No estoy preparado para realizar vuelos sin visibilidad, pero no tengo otro remedio, sólo con la ayuda de los faros del avión y la Luna me las apaño para efectuar la que será mi verdadera última parada, toco madera…bueno toco el cactus como gesto de suerte. Aterrizo sin problemas. Deduciendo que estoy en el lugar que debo estar. Ejecuto la misma operación, estirar piernas, repostar, comprobar niveles, comprobar motor y estructura. Aprovecho para calentarme un poco de agua para hacerme un café instantáneo y comerme unas galletas rusas en forma de nuez.
Calculo con mi mapa que me quedan 960 kilómetros para llegar a Cabo de Hornos, según mis cálculos espero poder llegar sin tener que parar a repostar. He llenado los dos depósitos que se encuentran en cada ala hasta desbordarse. He vaciado el hidroavión de todas las cosas innecesarias para aligerar peso. He hecho una pequeña montaña con todas las cosas inútiles, las he rociado con gasolina y las he prendido fuego. Ha sido como un acto de ritual de despedida. Mi forma de quemar mi antiguo yo, de quemar mis miedos, mis inseguridades, mi disfraz ególatra, mi culpabilidad, mi arrepentimiento del pasado. Un ritual que quema todo lo que no quiero en mi vida y que da la bienvenida a todo lo bueno y a todo lo que está por llegar en esta nueva vida que comienza. Para que los dioses y el universo sean consciente de mi ofrenda, lanzo una garrafa abierta de 10 litros de gasolina al fuego que provoca una explosión que ha podido verse hasta en la Luna, aunque ahora esté 27 kilómetros más separada. Grito hasta quedarme afónico, me despido a voz en grito de todo lo que no quiero. Y de rodillas, en este frío hielo, cuando el fuego se relaja, con una voz dulce y amorosa rezo al universo mis plegarias. Las lágrimas se resbalan por mis mejillas y se congelan antes de tocar el hielo. Agradezco a los dioses y al universo. Tengo una conversación profunda con él y termino mis oraciones con «un gracias por existir y confío ciegamente en ti»
Cuando decido ponerme en marcha el sol asoma por el horizonte, lo tomo como una señal de que es hora de partir.
Después de realizar todo el chequeo de despegue en varios minutos ya estoy dejando atrás este continente blanco y a Sofía, los recuerdos tardarán un tiempo más en desaparecer.
Mi vuelo sobre el océano glacial antártico es espectacular, tanto que arriesgando mi autonomía desciendo unos pies para pasar muy cerca del agua. Descubro una familia de ballenas jorobadas que parecen ser conscientes de mi presencia y me regalan unos cuantos saltos. Son majestuosas. Es una suerte en este momento de nuestras vidas poder observar esta belleza. Hacía meses que no contemplaba a ningún animal. El momento es sublime. Sigo arriesgándome y las sobrevuelo varias veces.
Me queda un cuarto de depósito cuando al fin veo tierra. Me muero de sueño. La adrenalina del momento hace su función y me mantiene con el entusiasmo suficiente como para llegar a tener bajo mis alas tierra sudamericana. Me lleno la cabeza y el corazón de Ella, cada vez estoy más cerca de poder volver a verla. Intento imaginarme como será nuestro encuentro. La imagino con un vestido azul como sus ojos, con su sonrisa perfecta, con su lunar de la frente que tanto me encanta y que nunca le he dicho. Me tiemblan las piernas, no sé si por el nerviosismo o por tantas horas sin dormir. Necesito tomar tierra ya.
Al cabo de una hora diviso un lugar perfecto para aterrizar, no he visto a nada ni nadie mientras sobrevolaba. Soledad absoluta.
Al fin toco tierra. No me lo creo. Salgo del avión. Me lanzo contra el suelo y lo beso dando gracias. Gracias. Gracias. Gracias. Hace mucho frío, pensaba que aquí sería distinto. Maldigo en voz baja por este condenado frío que me persigue. Sin perder ni un segundo, monto un pequeño vivac debajo de un ala, saco una manta y me pongo a dormir. No puedo más, llevo las anteriores quince horas luchando para no quedarme dormido.
Ya estoy más cerca de casa. No tardo ni una milésima de segundo en empezar a soñar con Ella.