El frío que siento en mi corazón es tan intenso que ha creado una frágil capa de hielo sobre este suelo en el que me encuentro. Frío. Mucho frío. Estas cuatro paredes metálicas llenas de estanterías vacías marcan el comienzo de la esperanza en este vasto mundo nuevo. Debería estar contento, con esperanza, inexplicablemente siento todo lo contrario.
Sólo quedo yo, gélido hasta los huesos y con ganas de estar con ella ardientes. Todas las semillas están cargadas en La Resistencia excepto mi parte correspondiente que me rodea en esta hueca nave con la que debo partir a Tierra de Fuego en hidroavión. La aeronave se encuentra en el lugar más profundo y recóndito de la Antártida. Debo emprender una travesía en solitario desde aquí Gurutra hasta la Base Rusa Vostok. Observo mi alrededor, nuestro futuro, mi destino me envuelve en este espacio incierto. 100 kilos en semillas, 2 garrafas de combustible que transportamos desde Durban, mi cactus metido a resguardo en mi bolsillo de pecho interior y el equipo necesario para esta macabra travesía es todo el material que deberé transportar tirando de un trineo artesanal que pude fabricar clandestinamente con ayuda de Carlos. No me he despedido del equipo. Imposible. No podía hacerlo. Esta proeza que voy a realizar es un auténtico suicidio que nadie en su sano juicio realizaría teniendo en cuenta que las temperaturas nocturnas alcanzan los 70 grados centígrados bajo cero. Inhumano. Nadie me hubiera dejado hacer esta locura. Nadie excepto Carlos, mi cómplice, que con mirada de última despedida me decía hace menos de una hora antes de marcharse hacia la Base Halley que me cuidase mientras me abrazaba. Me musitó al oído que solo el amor puede ayudarme en esta hazaña. Te quiero amigo, sólo tú puedes conseguirlo, esas fueron sus últimas palabras que retumbaban en mi cabeza mientras lo veía perderse en la lejanía albina.
La tripulación debe regresar al continente Africano y distribuir el futuro en forma de semillas por el continente. En poco tiempo estarán navegando. Ya en alta mar, Carlos que me habrá excusado diciendo que me encontraba mal en el camarote, informará al equipo de mi locura.
Ésta aunque suene extraño, es la única forma rápida de llegar a Sudamérica. Hubiera sido una locura haber cruzado el Atlántico sin brújula además de haber tardado en hacerlo una eternidad. Debo sumar a las inclemencias del tiempo y del trayecto hasta el aeroplano el hecho de que éste funcione, tenga combustible en el depósito y pueda despegar. Me recorre por todo el cuerpo una sensación angustiosa.
Mañana empiezo la aventura. Tembloroso. Aquí y ahora junto al calor de un hornillo solar escribo unas palabras con el bolígrafo de oro que me encontré en el submarino. Funciona perfectamente aunque a veces deja algunos espacios en blanco, como mi relación con ella, casi perfecta dentro de la imperfección. El universo de la casualidad ha hecho que sea el nombre de ella el que esté grabado a fuego sobre este metal precioso. Su nombre se me repite cada mañana, cada noche y cada vez que un instante mágico me hace olvidar lo lejos que estoy de ella y la trae hasta aquí con el fin de querer compartir el ahora. Mis miedos se apoderan de mí, se lamentan, ojalá hubiera sido lo suficientemente sabio para no haberme alejado de ella ni por un instante. Naturaleza humana, masculina, de querer ser un héroe. Maldito ego que destruye sin darte cuenta la palabra nosotros y te sumerge en un mundo turbio de yoes. Grito su nombre. Con tanta fuerza que espero que retumbe en los tímpanos de algún ser para poder compartir esta sensación de gilipollas que me llena. Cierro el portón de Gurutra e intento cerrar los ojos y descansar.
El antártico frío no me ha dejado pegar ojo. Deben ser las tres y pico. La luz del ocaso me anima a levantarme y disfrutar del último primer amanecer. La luz anaranjada con tonos violáceos poco a poco va ganando terreno a este lóbrego blanco. El color insolente pinta el interior de la nave que se cuela por la claraboya y trae con ello la moral y la alegría que necesito para activar estos ánimos congelados. Debo ser mi mejor versión de mí. Algo en mi corazón me dice que el nosotros nos pertenece. No es esperanza es la certeza absoluta de que mi alma está unida a ella de una forma sacra. Debo verla. Abrazarla, hablar con ella. Después de haber leído su carta no paro de repetirme, jamás volverás a hacerla daño, jamás cometerás el error de no contar con ella, jamás la abandonarás. Me inundo en miedos al pensar que haya perdido la mirada de amor que tenía siempre para mí. Me aterra más que la muerte glacial que se aproxima. Me levanto, me visto estos ropajes rígidos por el hielo y me preparo una taza de té de nieve que ayudan a disipar los temores y templan los pensamientos.
Me pongo en marcha. Los vientos catabáticos reposan todavía, aprovecho mi energía y mis ánimos para caminar ligero. Debo ir con mucho cuidado, simplemente un trazo imaginario es la unión que guía mi trayecto desde el Banco de Semillas hasta Vostok. Sin brújula.
Llevo recorridas cinco horas cuando me encuentro con mi primer gran obstáculo. Una grieta de aproximadamente tres metros de ancho que se pierde por ambos lados del horizonte. Me acerco a ella lo suficiente como para ver su profundidad infinita, como mi amor hacía ella. Miro hacía izquierda y derecha con la esperanza de encontrar una solución, no la encuentro. Medito. Decido desmontar los cordajes que uso para tirar del trineo y fabricar una especie de línea de vida. Está decidido, empiezo a tirar todo el equipo hacia el otro lado, debo desmontar el bulto de semillas para ir lanzándolo poco a poco. Media hora después todo el equipo está al otro lado solamente queda el trineo y yo. Me toca saltar. Me anudo la línea de vida que he ideado a la cintura y el otro extremo al trineo. Si caigo el trineo caerá conmigo pero es la única forma de recuperar el trineo cuando me encuentre en el otro lado. Respiro profundamente. Varias veces. Alimento mis pulmones, saboreo cada centímetro cúbico de aire que inhalo como pidiéndole al universo que me convierta en viento y me haga flotar. 1, 2 y tres, salgo disparado la distancia que la cuerda me limita y salto. Vuelo. El vacío bajo mi corazón. Llego al otro lado rodando como una bola de nieve. ¡Ha estado cerca! Mirando al cielo recupero el aliento. Después de un rato tengo otra vez todo listo para continuar. Me pongo en marcha.
No me siento solo, tengo la extraña sensación de que alguien me observa. Cada rato giro bruscamente como para pillar por sorpresa la presencia. Al cabo de unas horas el frío de la caída del día se empieza a sentir…deben ser las seis de la tarde. Me estoy helando, lo siento. Debo caminar más, me queda una hora para llegar a la base de esa montaña que veo frente a mí. La oscuridad cae. Sigo caminando. De repente un punto luminoso en la montaña me desconcierta la realidad. ¿Fuego?, me pregunto. La curiosidad de saber que es esa luz me hace moverme ágil, casi corriendo por esta capa de hielo quebradiza.
Tiempo después me encuentro frente a la entrada de una cueva. Grito “hola” sin tener una respuesta. Voy entrando mientras puedo distinguir al fondo de la caverna una fogata perfectamente compuesta y una reserva de troncos apilada al lado. Según me voy adentrando voy descubriendo que todo el espacio parece estar exquisitamente creado. Todo el suelo está cubierto por una piel de lobo o algún animal similar. Estantes de madera llenos de brebajes y cuencos rodean este mágico lugar. Estoy muy cansado y tengo mucho frío. Me quito las botas y me pongo al abrigo del fuego. Hoy ha sido un día intenso, una jornada extraña, tengo la sensación de que mi mente me va explotar. El frío me tiene agotado. Todo esto parece un sueño, que deseo que no lo sea, porque eso significaría que estoy congelado en mitad de este desierto blanco. Sin quererlo los ojos se me cierran, una canción suena en mi cabeza… Shallow… quedo sumido en un sueño profundo.