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Los días en La Resistencia transcurren sin muchas novedades. El clima nos va acompañando. Una manada de delfines lleva dos días haciendo lo mismo. Dedicamos los días a hacer investigaciones para recopilar toda la información posible relacionada con los cambios que hemos ido observando en la tierra después del incidente.

La autopista burbujeante tiene a lo largo de su línea unas boyas numeradas, cada 8 millas náuticas, que las tenemos referenciadas en un mapa que Lucía consiguió de la empresa de gas en su sede abandonada en Durban. Es nuestra ruta marítima. Esta carta náutica nos mantiene mentalmente vinculados al mundo que conocíamos. Nos hace sentir que continuamos en un mundo conectado y conocido.

Hoy, es un día especial. Décimo día. Mónica, John y Ashley han creado un exotraje capaz de soportar las altas presiones que existen a bajas profundidades. Estamos atravesando una fosa marina de aproximadamente 5000 metros de profundidad.

Ashley lidera el experimento. Quiere poner al límite el exotraje. El traje está fabricado con grafeno flexible y dispone de un sistema de buceo atmosférico que entre ambos impide que la presión a esas profundidades no dañe lo que hay en su interior. O sea yo. Me he ofrecido para ello. No quería poner en peligro la vida de ningún miembro del equipo. Tampoco podía perderme esta experiencia. Se me escapa una sonrisa pícara de medio lado que delata mis ganas de sumergirme y explorar.

Aprovecho este tiempo de pre aventura, antes que me saturen a información, procedimientos y protocolos, para disfrutar de un zumo de frutas que me ha hecho Olmo con mucho cariño. Sentado en babor con los pies por fuera de la cubierta. Descalzos. Las gotas de océano me tocan y se transforman en interruptor de mis pensamientos. «Absolutamente Todo te ha traído hasta el momento presente y ese Todo también ha sido tú ahora…» Intento sin resultado comprender. Observo los delfines. Que felicidad la suya. Son seres de ahora. Míralos. Saltando. Jugando. No pensar. Dejo la mirada perdida al horizonte con la esperanza que la línea divisoria entre el mar y el cielo encuentre sentido a las palabras de la guerrera de Plumas. Universo no te entiendo.

Me termino de un trago el medio vaso de jugo rosáceo. Muerdo los trocitos de semilla batida del último sorbo. Saboreo estas células de vida que transmutan para convertirse en parte de mi ser.

Escucho la seria y concentrada llamada de Ashley a lo que será un gran acontecimiento. Acudo a sus indicaciones como el pequeño delfín que hemos llamado Charlie cuando le ofrecemos comida. Hoy tengo el día irresoluto. Que las profundidades aclaren mis pensamientos. Escucho las indicaciones en estéreo. John por la derecha con temas de seguridad que debo tener en cuenta con el equipo. Voy metiendo las piernas en lo que parece un traje de astronauta. Mónica por la izquierda dándome indicaciones sobre todo lo que tengo que observar y comprender cuando esté bajo el agua. Por peso y manejabilidad hemos conseguido una bobina de 3000 metros de cable. Que hemos traído desde Gweru, Zimbabue. Es lo máximo que podré bajar. La idea es ir asegurado a La resistencia con ese fino cable hasta alcanzar 2956 metros de profundidad mientras seguimos a toda vela. Volar el océano. Suena bien. Ashley me ofrece un vaso de agua con sales minerales antes de ponerme la parte superior del exotraje. Parezco una estatua. Me mira. Sonrisa recta con pliegues curvos en los extremos. Me da un beso en la mejilla de gratitud. Me pongo el casco. En el borde de la cubierta por estribor. Vuelvo a mirar hacia horizonte. Alzo el brazo y me despido bromeando diciendo “un pequeño paso para la humanidad un gran salto para La Resistanza”. Paso de buzo, al aire y me sumerjo.

50 metros según mi profundímetro de la época de Julio Verne. Enciendo la linterna. He perdido a Charlie y sus amigos de vista. 150 metros. Desciendo rápido. Estoy envuelto en un azul tan profundo que intento abrazarlo. Inexpresable. Como sus ojos. Estoy viendo un pez Luna del tamaño de un coche. Momento mágico. Curioso se acerca a mi estatua de carbono para darme un pequeño golpecito con el morro. Su ojo negro como la noche casi roza mi casco. Es enorme. Solitario. Se aleja. Me alejo precipitándome al vacío. Me despido de él con la mano dejándolo allí en lo alto. Sigo descendiendo. Anonadado con el azul. Cantos de ballenas. Un calamar gigante. Sombras que desaparecen. Siento un pequeño dolor de cabeza. Un pinchazo agudo. Aprieto un botón amarillo, indicaciones de Ashley y la molestia se va debilitando. Cuando miro el profundímetro me encuentro a 1977 metros. Alumbro hacia abajo. Puedo ver el fondo. Pulso el botón de señal de frenado. Hay un retardo que me deja a 1983 metros. Debo estar a 6 metros del suelo. La distancia perfecta para poder volar. Ahora empiezo a ser consciente del movimiento. La Resistencia se mueve con velocidad. La oscuridad es tan profunda que mi libertad de visión depende del haz de luz de mi pequeña linterna.

Esto es el espacio. Dunas grises azuladas componen este páramo. Cero vegetación. Cero vida de roca. Cero rocas. Yermo. El foco de luz me sorprende de vez en cuando con extrañas criaturas de dientes afilados. Un gusano del tamaño de mi brazo en el fondo se cruza inmóvil a mi vuelo. Aprovecho la altura de una duna para recoger muestras de sedimentos. Realizo bien mis deberes. Un pez luminiscente se hace mágico al enfoque de mi linterna. Qué bonito. Tiene cara rechoncha, cómica. En la lejanía de mi camino columbro algo negro. Según me voy acercando a ello se va descubriendo cada vez más grande. Es descomunal. No pertenece aquí. Dudo unos segundos si pulsar el botón rojo o no. Hasta que distingo unos números y letras.

Lo pulso.

Me desprendo del cable. Y me precipito los 6 metros chocando contra el suelo. De rodillas. Sobrecogedora sensación estar a esta profundidad. Todo el peso del mundo lo siento sobre mí. Quedo a escasos metros de la gran mole metálica. El equipo sabe que debe arriar velas, arrancar motor y mantenerse dando giros de 90 grados con un minuto de desplazamiento en la superficie hasta que pulse los infladores de emergencia. Deben esperar. Estar atentos.

Tardo unos minutos en darme cuenta que estoy ante un submarino japonés. Del tamaño de un edificio de 10 pisos. Escalofriante. No debe llevar mucho tiempo aquí. Meses. Hay escasos sedimentos en su superficie. Muevo con fatiga los 100 kilos del traje. El frío se me agarra por dentro. Voy rodeando como puedo el submarino que permanece acostado sobre su lado izquierdo. La respiración se me acelera. Llego hasta lo que considero que es la mitad de esta mole. Encuentro la escotilla de acceso. Forcejeo con ella unos instantes hasta que consigo empezar a girar el volante de apertura. Cada giro me encoje más el estómago. Llego al tope. Bajo la palanca. Y la escotilla sale disparada llevándome con ella unos metros hacia atrás. Una descomunal burbuja sale del interior ascendiendo rápidamente dirección a la superficie. Por suerte la puerta de la escotilla no ha caído sobre mí. Necesito unos instantes para recuperarme de la impresión. Menos mal que tengo la linterna atada al equipo, del golpe se ha apagado. Obscuridad absoluta. Tumbado boca arriba. Intento palparla. La encontré. La doy unos toques y vuelve a traerme la luz a esta soledad profunda.

Me recupero y me dirijo al agujero metálico. Voy con respeto por si me encuentro algún cuerpo. Tengo miedo. Accedo al interior como puedo. Papeles, cables, gorras, botellas, cosas que desconozco se mantienen suspendidas en el interior a mi paso. Voy apartándolas con las manos. Sigo unos carteles de Main room. Llego hasta la habitación principal. Ni un alma. Ni un simple sonido. Me paro un momento a pensar… Estoy a 2000 metros de profundidad dentro de este fantasmal aparato. Solo. Me separa de la muerte esta línea en forma humanoide de cristal de carbono de la que está compuesto mi traje. No dejo que los miedos se apoderen de mí. Sonrío como llave a mi cordura.

Sigo el protocolo y busco incansable el cuaderno de bitácora. En mi búsqueda voy hallando pertenencias personales de la desparecida tripulación. Descubro sorprendido un Mechatro WeGo, es un juguete en forma de robot. ¿Habría niños  y niñas aquí? Una zapatilla de bebe confirma mi teoría. Un pitido agudo rompe este sepulcro y me avisa de mi límite de aire. Mi insistencia tiene sus frutos y encuentro un cuaderno rojo en el que puedo leer Logbook. La curiosidad me puede y abro la última página escrita. Como son estos japoneses que calidad de materiales. El cuaderno y la información se mantienen en perfecto estado aun estando mojados. Traduzco del inglés el último párrafo. “23:11 horas, UTC+9. Tras la llamada evacúo a la tripulación y pasajeros dejándolos en sus manos. Ahora debo asumir mi responsabilidad y dirigir la nave a las profundidades para protegerlos de una inminente explosión nuclear. Debo controlar la temperatura.”

Me acaba de dar un vuelco el corazón. Y si me estoy contaminando por la radiación. Cojo el cuaderno rojo y salgo lo más rápido que puedo de este ataúd. En mi huida me encuentro un bolígrafo de oro en el suelo. Lleva grabado el mismo nombre de Ella. Me quedo petrificado durante unas milésimas de segundo para continuar mi huida. Lo guardo y continúo. Ya fuera de esta madriguera. Recupero el aliento y la compostura. De rodillas otra vez. Apoyo una mano en el blando y arenoso suelo. No puedo morir. No puedo estar contaminado. No puedo. Respiro.

Ahora debo estar muy atento y seguir la secuencia de ascensión. Cualquier error me supondría subir demasiado rápido o que llegase a explotar el flotador, eso conllevaría consecuencias catastróficas. Pulso el inflador de emergencia. Es del tamaño de una pelota de baloncesto. Me elevo. Debo ir controlando su tamaño, a medida que voy ascendiendo el aire se descomprime y aumenta su tamaño. Voy soltando aire.

El ascenso se me hace eterno. Empiezo a sentir el azul. El horizonte se acerca. Ya en superficie activo el chaleco salvavidas que a su vez hincha un globo de helio que se mantiene volando a una altura de 5 metros unido a mi casco. Que aprovecho para quitarme y dejar flotando a mi lado. La Resistencia está muy lejos. No tardan en verme. Grito que mantengan las distancia. ¿Dónde está Lucia?

Empiezo a transmitir mi nerviosismo. Me doy cuenta. Me tranquilizo. Y cambio la energía. Veo a todo el equipo asomado por estribor excepto Carlos que lo veo controlar la embarcación.

Flotando en el agua me dirijo a Lucía.

—Lucía, creo que estoy contaminado de radiación.

—A ver tranquilo, espera. —Me dice mientras desaparece.

— ¿Cómo estás? —me pregunta Ashley. —Acércate, la radiación no se contagia.

—Bien, estoy preocupado. Subidme, por favor. —digo sofocado por la situación.

Me vuelven a enganchar el cable al traje y mediante un cabestrante empiezan a subirme al velero. Ya en cubierta. Entre todos me quitan el traje. Me acribillan a preguntas. Me bebo dos vasos seguidos de agua. Me siento y les empiezo a contar toda la aventura. Doy a Alejandra el cuaderno rojo para que lo inspeccione y pueda traducirlo. Lucía me hace unas pruebas con una especie de tiras blancas pasándolas por mi piel y mi lengua. Sigo contando la historia mientras miro de reojo a Lucía esperando su conclusión. Concluye que no estoy contaminado. Caigo derrotado, hacia atrás encima de un montón de cabos, y se me escapa un par de lágrimas de emoción. Respiro aliviado. Continúo contando la aventura mientras esperamos la traducción de Alejandra.

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