Segundo día en el mar. Con los ojos achinados espero la salida del astro rey, no tardará en desperezarse. Toco mi nuevo amuleto como invitándole a despertar. Hoy a medio día espero llegar a Durban. Preciosa sensación navegar a vela. El sonido del velamen hinchado es único. Respiro el momento. Los cuatro elementos se balancean conmigo. La tierra del cactus y del marula, el mar por todos lados, el viento que pone la melodía y el sol que empieza a asomar. Buenos días. Sonrío. No necesito más.
A toda vela. Tengo 15 nudos de viento que me ofrece 8 nudos de velocidad. Navego cerca de la costa, a una distancia de unas 5 millas. El compás no funciona y costear es la forma más fácil de guiarme en estos momentos. Desde el incidente el mundo se ha convertido en un lugar silencioso y solitario. Se siente la ausencia de las tres cuartas partes de la población. Muchas veces me pregunto si tomé la decisión adecuada. Otra vez la imagino sonreír.
Durban. Poco a poco puedo ir viendo con claridad los pequeños rascacielos de esta curiosa ciudad. Esta es mi tercera visita, las anteriores fueron por aire. Las ganas por ver a mi equipo me han hecho que me muerda una uña. Lentamente. Parsimoniosamente me voy acercando al puerto, debo encontrar el Museo marítimo y el centro artístico Bat, pegado al viejo embarcadero. Sin mapa y con las únicas indicaciones de: «al entrar al puerto sigue la costa por estribor», me dirijo hacia mi tripulación.
Madre mía. Que sensación. Ni un alma. Mi gesto cambia de incómodo a alegre cuando veo con los prismáticos un grupillo de personas agitando las manos y dando saltos. Los gritos de alegría rompen por completo la quietud de esta gigante ciudad.
Nos fundimos en abrazos, el nerviosismo y entusiasmo nos hace preguntarnos muchas veces cómo estás. Ya conocía a todo el equipo. Me siento pleno de que estas diez personas confíen en mí para liderar esta aventura. Es intenso saber que todo esto cambiará nuestro futuro y el de la humanidad. Tras una hora de ponernos al día y de organizar las tareas, dejo al equipo preparando a La Resistencia para la gran travesía y que se vayan familiarizando con lo que va a ser nuestro hogar durante más de tres meses.
Carlos y yo debemos compartir impresiones de las diferentes misiones que nos encomendamos la última vez que nos vimos. Me distraigo con un grito de júbilo de Mónica al reencontrase con sus pertenecías.
Mi gran amigo me observa con preocupación antes de soltarme la mala noticia.
—Rubén, —me mira Carlos con cara de circunstancia—. «Hacía un mes que no escuchaba decir mi nombre.» —Carlos continúa—, solamente he podido conseguir dos garrafas de 20 litros de gasolina. — Ambos hablamos del hidroavión—. Lo que significa que veo complicado que consigas llegar; ahora mismo dependemos de lo que quede en el depósito de la aeronave, y recemos para que la hayan protegido del frío antártico.
—No puede ser Carlos. ¿Has mirado en todos los vehículos de la ciudad? «Me salta una breve sensación de descontrol.»
—Hemos mirado en las pocas decenas de coches que quedan, hemos estado dos semanas con esa única misión, hemos peinado todos los garajes y calles. El equipo no sabe para qué de tanta insistencia en conseguir combustible.
— ¿Qué les has dicho?
—La verdad, que lo necesitaremos.
Lo miro con complicidad. Incluso con añoranza. Son muchos años de aventuras juntos. La última que me viene a la cabeza fue hace ya casi tres años cuando estuvimos a punto de perder la vida coronando el Annapurna. Auténtica locura. Tocamos cima. Sobrevivimos. Vivimos.
—Bueno no pasa nada, nos apañaremos, me apañare. Venga Carlos, lo primordial ahora. ¿Cómo afrontaremos la travesía sin un instrumento que nos indique los puntos cardinales? Nuestros únicos elementos de orientación serán el Sol y las estrellas. Deberíamos hablar con Lucía y Peter para ampliar las ideas. Llevo varias semanas observando los astros. He descubierto una constelación que puede indicarnos el Sur. «Desde el incidente, el cielo ya nos es como antes. Muchas cosas han cambiado.»
Como si por telepatía hubiera sido, Lucía aparece para informarnos de los avances de los preparativos. Compartimos con ella nuestros descubrimientos sobre las constelaciones. Entre los tres llegamos a ciertas soluciones y Lucía nos explica que hay un gasoducto de nitrógeno en mal estado que une la ciudad de Durban con el Polo Sur, tiene fugas, rezuma gas a lo largo de todo el conducto, lo que lo convierte en una autopista burbujeante. Eso nos ayudará durante el día. Pero nos obliga a salir directos desde aquí. Debemos elegir entre ir a Puerto Elizabeth, que es uno de los puntos más al Sur de África por lo que tiene menos distancia de océano con la Antártida y además el último lugar donde podremos tomarnos una cerveza con más personas, o salir directamente desde aquí lo que nos ahorraría una semana de viaje.
—Hablemos con el resto del equipo y decidamos entre todos. —digo mientras me levanto del suelo de un salto.
Meditamos. Los once sentados en el borde del embarcadero con las piernas colgando, como esa imagen de unos trabajadores con sus tarteras sobre una viga metálica en un rascacielos de Nueva York. Tras un largo rato de miradas perdidas al horizonte llegamos a la conclusión que saldremos desde aquí directos a la Antártida. Es lo más acertado.
Aprovechamos las instalaciones abandonadas del Museo Marítimo para pasar la que será nuestra última noche en tierra durante mucho tiempo. Olmo hace un fuego y nos cocina una carne que nadie sabe de qué es. Está exquisita. La fogata en mitad de la sala principal, a techo de cristal roto y al descubierto. Crea un espacio místico y fantasioso. A la luz del fuego las anécdotas e historias van fluyendo. Observo al equipo, están felices. Percibo sus corazones nobles, su pasión ante esta misión se hace palpable. Sonrío por todo esto que me rodea y sobre todo por Mónica y Alejandro. Hay complicidad entre ellos.
Me hacen recordar. Rememoro aquella vez que hicimos el amor en aquel vuelo entre Berlín y Reikiavik. Salimos del baño extasiados de amor, como si fuéramos los únicos humanos poseedores del elixir eterno en ese avión. Cómplices de nuestra propia locura, de nuestra propia película. ¿Cómo es posible que después de tanto tiempo mi cerebro sea capaz de materializar el sabor de tu piel en mis labios? Es increíble. Que sonrisa más bella, la tuya, cuando a mitad de un beso se te escapaba una sonrisa. No existía mejor línea curva que esa.
Perezosamente el fuego se va apagando como las conversaciones, nos vamos dando las buenas noches. Acoplados dentro de nuestros sacos alrededor de las ascuas. Alejandro echa un par de maderas a la hoguera antes de perderse sigilosamente en la oscuridad, donde Mónica, que hace un rato la perdí de vista, seguramente lo espera con las ganas de amor de esas primeras veces.
Buenas noches equipo. Os quiero, que bien volver a estar todos juntos. Digo en silencio mientras me acoplo en mi saco, como un perrillo que da tres vueltas sobre sí mismo antes de acomodarse. Cierro los ojos con la intención de traerte a mis sueños, poco a poco, me voy quedando dormido mientras nos imagino felices y tranquilos haciendo cualquier cosa, como observarte mirar por la ventana en un día de lluvia, acercarme por detrás, rodearte la cintura con mis brazos y besarte en el cuello. Cuanta divinidad esconden los momentos más simples.