Las 11:11 se vuelve a repetir, con más frecuencia de lo habitual. Esta vez me sorprende mirando el reloj de la estación de Maputo, Mozambique. Espero el vehículo que me llevará al barco. El calor se hace asfixiante en esta época del año. Las gotas de sudor se deslizan lentamente por mi espalda para evaporarse a la altura de la cintura.
Llevo en este continente exactamente 331 días. El mismo tiempo que llevo alejado de Ella y de nuestros sueños. ¿Cómo será su vida ahora? ¿Estará sonriendo en este instante?
Decidí no pensar y en consecuencia subirme a este tren de aventura y exploración, que ahora se mueve tan deprisa que solo en los momentos como este, en el que el reloj marca esta hora mágica se abre un pequeño agujero de gusano a los recuerdos.
En este mundo paralelo en el que vivo todo es analógico. Es una pena que haya perdido mis diarios con todos los detalles del trágico incidente. Ya tendremos tiempo para contar los detalles…espero.
Veo el océano a lo lejos, en un par de horas estaré en él. Si mi itinerario no me falla nos espera Durban-Puerto Elizabeth y el gran salto a la Antártida. En Durban realizaré la parada importante de abastecimiento, la compra de todo el material antártico y me reuniré con toda la tripulación. Es la primera vez que voy a ser el responsable directo de una expedición que para más desconcierto se compone de 11 miembros incluido yo.
- Carlos Mirto, Segundo comandante, meteorólogo.
- Ander Salas, Encargado de la logística, mecánico.
- Mónica Prim, Responsable de los trabajos científicos.
- John James, Ingeniero mecánico, electricista.
- Lucía Bosh, Cirujana, cartógrafa.
- Alejandro Tous, Ayudante cirujano.
- Peter Murray, Astrofísico.
- Ashley Kingston, Bióloga, geóloga.
- Alejandra Beil, Alpinista, artista.
- Olmo Santamaría, Cocinero.
Todo el equipo vamos a tener que hacer de todo para poder llevar esta empresa a cabo. Nadie sabe excepto mi gran amigo Carlos que a dos días de finalizar nuestro cometido, deberé estar pilotando un hidroavión para volar hasta el Cabo de Hornos con la undécima parte del banco de semillas.
Mi pluma se para como gesto consciente de mis recuerdos y la vuelve a traer aquí; ahora. Aprovecho para darle un sorbo a este tibio mejunje africano que alivia momentáneamente la sed, el calor y las ganas de abrazarla.
Hace unos instantes el sonido de salida del tren que me trajo hasta este rincón del planeta se despedía de mí, ahora lo escucho alejarse, con la certeza de que jamás lo volveré a ver. El silencio se llena. Observo a mi alrededor, no hay ni un alma por la calle. El momento es sepulcral. Tanto que una extraña paz me inunda por completo. Puedo oír el tic-tac del reloj. Otro sorbo al mejunje.
Mi silencio es interrumpido por la visión de un par de caballos que distingo a lo lejos de la avenida, poco a poco se van acercando hasta poder distinguir perfectamente a un hombrecillo mozambiqueño que va sentado en una especie de carro con ruedas de neumático de coche. No hay desconcierto, los dos nos andábamos buscando. Debajo de mi culo y a mis espaldas mucho equipaje. Demasiado. Estoy acostumbrado a ir con una mochila de mano, sea un viaje de una semana o de toda una vida. En estos instantes el hombrecillo y yo somos los únicos responsables de todo este material que será de vital importancia para nuestro objetivo y que la mitad se compone de las cosas personales de cada miembro. Todos me esperan en Durban. Hace un mes que no tengo noticias suyas.
Montamos todo en el carro y con una sonrisa nos dirigimos al puerto. Nos observamos de reojo. Volvemos a sonreír. Las calles están vacías. Se puede oír el calor del sol calentando el asfalto. Llegamos al diminuto puerto compuesto por una veintena de barcos. Tenemos suerte, la embarcación queda a escasos 2 metros del carro. El velero con 22 metros de eslora, llamado La Resistencia es insultantemente bello en comparación con todas las embarcaciones que lo rodean. El casco es de color desierto, todo es de madera. El mástil blanco, también de madera. Las velas recogidas blancas. Y lo que más me llama la atención es una maceta de barro con lo que parece un arbolito de Marula, un frutal africano. Me lleno de gozo, porque además tiene frutos. Me encanta. Después de acomodar todo el equipaje en La Resistencia, saco de mi mochila una pequeña maceta con un cactus que es el único ser vivo con el que comparto la ausencia de ella, me lleva acompañando todo mi viaje, ambos llevamos cicatrices en nuestra piel por ella. La coloco delicadamente, musitando una plegaria, al lado del Marula para que puedan conectar sus energías. Los dejo compartiendo.
Todo está listo. Me despido de Alu, el hombrecillo. Que noble. Me sonríe mientras me da las gracias por la misión en la que me embarco que de cierta manera le otorgara esperanza a su futuro, me coloca en el cuello un amuleto en forma de Sol. Gracias. Lo abrazo con fuerza y sumo a la despedida la nostalgia de mi estancia en este continente, con la sensación de que no volveré a verlo jamás.
Arranco motor, realizo las comprobaciones necesarias, Alu se encarga de soltar los cabos mientras agita su brazo despidiéndose, siempre con una sonrisa. Es curioso como las relaciones humanas de exiguas horas son experimentadas como vidas enteras. Bendito maldito incidente. A ritmo pausado, como este primer día. Calor abrasador. Salgo del puerto. La Bahía me da la bienvenida, la brisa oceánica me invita a izar las velas y a ponerme rumbo a Durban. El viento engorda la vela como si de un puño divino se tratara, con una sutileza absoluta nos empuja a nuestro destino. Tardo una hora más o menos en familiarizarme con la nave. Sentado en el puente de mando. Fijo el timón de rueda. Todo ya está hecho. Ahora solo toca navegar. Aprovecho para escribir en mi diario.